Hay dos cosas que rara vez suelo hacer: vomitar y llorar. No
tengo pensado variar esa circunstancia por el momento, aunque lo segundo es
menos controlable que lo primero. No pretendo presumir de disciplinado, pero he
logrado desarrollar un control prácticamente absoluto de mis funciones
fisiológicas. Entiendan esta afirmación más allá del comportamiento normal y
habitual de los seres humanos... A mi amigo Santi siempre le ha resultado
curioso y gracioso al mismo tiempo que me muestre inflexible con la regla
fundamental: para ir al baño (para otros asuntos que no son aguas menores, se
sobreentiende) siempre juego como local.
El baño ajeno siempre hay que evitarlo mientras se pueda; qué
decir del público. He llegado a aguantar cuatro días de viaje sin problema
alguno hasta regresar a mi hogar. También he desarrollado un amplio control
sobre la función que tiene que ver con la novena palabra que inicia este texto.
Volviendo de Nueva York en el invierno de 2008, comencé a encontrarme mal en el
JFK. Las siete horas de vuelo no sirvieron para experimentar una mejora, sino
todo lo contrario. Aguanté el traslado a la estación de tren, la espera hasta
que saliera el AVE, rechacé la comida que sirven en preferente entre mareos y
familiares hambrientos que daban buena cuenta de mi bandeja, soporté el
traslado hasta casa, me quité el abrigo y, liberado de todo impedimento, ya
vomité tranquilo.
A estas alturas, supongo que muchos se estarán arrepintiendo
de haber iniciado la lectura de esta entrada. Incluso seguramente pueden que
comiencen a verme con otros ojos a partir de ahora, pero soy así, no puedo
evitarlo… Viene todo esto a cuenta de que he alcanzado una de esas épocas tontorronas
en las que uno se abona a las canciones tristes. Instintivamente, clasifico las
canciones por tipos. Las hay para motivarse, para venirse arriba, para
relajarse, para no pensar, para los momentos tristes y las hay también para
llorar. Por diversas razones que no vienen al caso, me he estancado desde hace
algunas semanas en los dos últimos peldaños. Y en cierta medida, aunque suene
paradójico, eso me hace sentir bien.
Alguien debería reconocer al inventor de las canciones
tristes. Dedicarle todas esas lágrimas que a todo el mundo se nos han escapado
alguna vez mientras estuvimos atrapados en instantes de debilidad, agradecerle
la reconfortante sensación que dejan. Uno se siente mejor después de abrazarse
a una canción triste. Incluso siente una especie de liberación si se le
desbordan los ojos, como si hubieras expiado todos tus pecados o acabaras de
romper una fila de finas tablas de madera con el canto de la mano sin sentir dolor alguno.
Las canciones tristes y las canciones para llorar, no están demasiado aceptadas socialmente. Todos las escuchamos, pero pocos reconocemos en público
que las guardamos para esas tardes o noches para las que fueron pensadas. Hay gente que hace risa o burla con eso, y eso no nos gusta, así que mejor guardar el secreto. Una
vez conocí a un tipo, un inglés, que gastaba la vida en componerlas para que
las cantaran otros. A mí también me gustaría escribir una alguna vez. Mientras
llega ese momento, les dejó con mi canción triste favorita.
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1 comentario:
Creo que existen canciones para cualquier tipo de sentimiento hay algunas que en verdad llenan muy profundo como las canciones tristes y una de las mas famosas es my inmortal de evanescence una canción que desde el primer sonido nos habla de dolor.
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