domingo, 19 de abril de 2009

Reencuentro

Quedé impresionado al ver el periódico. Como si un rayo me hubiera partido en dos partes irregulares sin darme cuenta. Como si nada. Beatriz Fingar aparecía sonriente en primera plana sosteniendo orgullosa un fajo de billetes. ‘Heredera feliz’, la definía el titular. Miraba hacia otro lado, como queriendo evadir la instantánea. La última vez que cruce unas palabras con ella el frío me congeló los dedos. Era diciembre. Fue la última vez que la vi. Hablamos de los tiempos pasados en la escuela, se rió de mi actitud inocente tras nuestro primer beso y me vendió las bondades que había encontrado en Felipe Ontal. Un tipejo enclenque; un gafas a cuyo brazo se enganchó poco después de darme la patada en octavo curso.
A la familia de Ontal le tocó la lotería tiempo después. 123 millones. Siempre tuve la impresión de que Fingar no apreciaba en exceso a Ontal, pero tal vez sus ganas de venganza primero y la amabilidad de los billetes tiempo después le hicieron cambiar de parecer. Aquella vez, la última vez, estuvo amable conmigo.

No recuerdo qué día fue. Tampoco tengo claro la ropa que vestía entonces. Seguramente habrían pasado tres veranos y dos inviernos, aunque tampoco tenía muy atado ese extremo. La había echado de mi memoria. Creo. Todo el mundo dice recordar cosas de su primer amor. Yo no. Beatriz y yo decidimos jugar a querernos una de esas tardes en las que acaban muriendo todas las semanas. Dejamos atrás los papelitos en clase por debajo de la mesa para abordar asuntos más serios. Y tan serios. Un día la convencí para ir al cine en domingo. Y traté de convencer a mi protectora madre para que me dejara salir. Lo segundo no lo logré, así que no me quedó más remedio que abandonar de manera furtiva la unidad familiar. La vuelta fue dolorosa, pero al menos mereció la pena. Beatriz llegó tarde a la taquilla y en compensación por haber dejado escapar la película me brindó varios besos. En la boca. Nunca antes había besado a una chica en la boca. Me dio vergüenza y un poco de asco. No fue una experiencia agradable. La vergüenza supongo que sería algo lógico tras un primer beso, nunca abordé después una conversación con nadie para comparar; el asco vino por los hierros que pretendían alinear a la fuerza unas palas que no habían comenzado con buen pie una larga vida en común. Tenía restos de comida que mi lengua se trajo consigo y un sabor oxidado que me invitó a protestar. No empezamos con buen pie.

Tras aquello, Beatriz y yo compartimos ocho meses de intenso noviazgo hasta que Felipe Ontal vino para estropearlo todo. Ontal siempre fue extraño. Se incorporó a la escuela en cuarto curso, con lo que nunca acabó de encontrar su sitio entre los diferentes grupos que compartíamos clase. Un tipo solitario. Odiado entre el bando masculino por la sencilla razón de que su pinta de debilucho y su soledad atrajo al lado caritativo del bando femenino. Algún tiempo después de su llegada, entre dieciocho posibilidades a mí me tocó la negra. Felipe se decantó por Beatriz en lugar de hacerlo por cualquiera de las diecisiete restantes. Desde entonces lo odie. Lo odie hasta el máximo que se puede odiar a una persona. No desaprovechaba ninguna ocasión para odiarlo un poco más. Le rompí las gafas en tres ocasiones. De tres puñetazos diferentes distanciados seis meses en el tiempo. Superados mis arrebatos de violencia, deseé que muriera, aunque los primeros en caer fueron sus padres. Él se quedó dormido al volante al regresar a casa tras una cena de parejas y todo acabó para los dos. No me alegre, tenía apenas catorce años pero no una mala consideración de mí mismo. No era una mala persona. Sólo quería que muriera él, no su familia.

Diez años después, al fin murió. Sentí que una parte dentro de mí quedaba en paz. Felipe Ontal resultaba en el fondo tan ridículo que su muerte le retrató por completo. Paseaba por una calle peatonal una tarde de lluvia cuando el suelo de un balcón se rindió ante el peso de la humedad para derrumbarse sobre su cabeza. Ciertamente, a mí me daría vergüenza morir así. Comenzó entonces un proceso legal que finalmente convirtió en millonaria a Beatriz en detrimento de los abuelos Ontal. De ahí que fuera aquella jornada la protagonista en el diario local. Así me enteré de la muerte de Felipe Ontal. Me salió entonces una sonrisa refleja sobre las nueve de la noche. La información explicaba que, además de la fortuna, ella pasaba a ser también la propietaria del exclusivo apartamento en el que ambos compartían desde hacía seis meses una vida en común. No lo dudé. Exploré la guía telefónica y me lancé a la calle una vez encontrada la dirección.

Diez minutos después me encontré llamando al timbre del hogar de Beatriz Fingar. No vivíamos tan lejos después de todo. Abrió la puerta bostezando, sin preguntar y vistiendo vaqueros, camiseta blanca de tirantes y unas coquetas zapatillas de casa de color rosa.
- ¿Qué haces aquí? –me inquirió mientras se rascaba un ojo.
- Me enteré de lo Felipe por el diario.
- ¿Y vienes a reírte?
- No. Pensé que igual te apetecería hablar y tomar una copa –propuse.
- No me apetece salir de casa ahora…
- No me refería a eso. ¿Puedo pasar?
- ¡A estas horas! ¿Pero tú estás chalado o qué te pasa? –agitaba los brazos con energía mientras cambiaba de la admiración a la interrogación. Parecía querer mostrar un ligero enfado.
- Quiero hablar –insistí.

Beatriz se quedó pensativa. Dudó. Miraba al suelo y al cielo nublado a tiempo parcial. Su mano frotaba el pomo de la puerta y su zapatilla de casa derecha se elevaba en ocasiones para dar pequeños golpecitos en el suelo sin seguir un ritmo concreto. Yo miraba la escena sin perder detalle. En el fondo era graciosa. Consumidos unos diez segundos, irguió la cabeza para clavar su mirada en mis ojos.
- Pasa anda –se decidió mientras colocaba parte de su cabello rubio detrás de su oreja derecha.
- Gracias.
- Te doy media hora, no más –advirtió.
- No necesito más tiempo –contraataqué.

Realmente acababa de entrar en una casa más o menos exclusiva. El diario no se equivocaba demasiado. Beatriz me guió por un amplio pasillo de pequeñas y modernas bombillas incrustadas en el techo hasta alcanzar un salón excesivamente amplio. Todo era blanco en él. Las paredes, los marcos de los cuadros, los cojines, las mesas, las sillas y los sofás de piel entre otras muchas cosas. Elegí la única butaca sobre la que no había apoyado ningún cojín. Siempre odié los cojines. Si te los colocas en la espalda tiendes a estar incómodo y si lo acoges en tu regazo acabas sintiendo un calor excesivo. Beatriz espero a que yo eligiera asiento y, con parsimonia, se sentó sobre la parte central del tresillo. La inmensidad de la estancia nos convertía en algo aparentemente insignificante y la distancia que ella eligió multiplicaba nuestra separación por dos. Por lo menos.
- A ver, ¿qué quieres? –me solicitó volviendo a amasar su pelo tras la oreja derecha.
- Aceptaré una copa de bienvenida –sonreí.

Me miró con cara de sorpresa y leves síntomas de incomodidad. No me pareció inexplicable, al fin y al cabo yo era prácticamente un desconocido que acababa de aparecer tras seis años de ausencia. Asintió con resignación, se levantó y se perdió por una puerta que daba a un pasillo diferente al anterior, aunque también inmenso en proporciones.
- Ponte otra para ti, hazme el favor –vociferé desde mi asiento.

Me sentí satisfecho al verme ante semejante escenario. Extrañé mi manta de lana y tener el mando de la televisión en la mano por momentos. No demasiado. Me encontraba bien. Era una butaca suave. Y cómoda. Observé con atención aquel inmenso salón. Una de las paredes se ocultaba tras una enorme librería repleta de libros. Pensé que resultaba un imposible que entre Felipe y Beatriz hubieran leído al menos dos de aquellos volúmenes. No los consideraba unos aficionados a la cultura, me decanté por la opción de la mera ostentación. Me sinceré conmigo mismo. ‘No podría vivir aquí’. Un cuadro de dimensiones desproporcionadas dominaba la pared anexa a la librería. Mostraba una foto de Beatriz. Aparecía realmente preciosa sentada sobre una manta en un prado que seguramente nunca conoceré en primera persona. A su lado una mochila entreabierta dejaba al descubierto una botella de agua y un par de bolsas de plástico. Parecía feliz. Puede que lo fuera en aquel momento. O puede que estuviera fingiendo para el retrato. Nunca fui de excursión con Beatriz. Teníamos catorce años cuando compartimos algo más que una amistad, aunque creo que eso no debería servir como excusa. Entendí entonces que un cine y una bolera seguramente no terminaron de colmar sus expectativas. Al menos no sonreía como en esa fotografía cuando hacíamos algo juntos. Puede que le fallara un poco. O quizá demasiado.

- ¿En qué piensas? –me sorprendió mientras hacía chocar varios hielos con el borde de ambos vasos.
- Me preguntaba si en esa foto fingías o te sentías feliz de verdad como parece. Una tontería, vamos. Conmigo nunca te observé una sonrisa tan rotunda. No creo que la hubiera olvidado. A lo mejor hubo alguna y me la perdí… –cogí el vaso que ella me tendía desde hacía varios segundos–. No sé. Mataba el tiempo con esas cosas mientras venías.
- No me gustan las fotografías. Apuesto a que fingía, aunque aquel día fui feliz –dijo mientras tomaba asiento de nuevo en el medio del tresillo sin perder de vista la fotografía en cuestión.

Entramos en un silencio. Me dio por pensar que a lo mejor no resultaba una buena idea aquella visita. Me sentí tenso por instantes. Creí perder el control de la situación. Ya no mandaba yo. Y eso no me gustaba.
- ¿Por qué fuiste feliz? –agité la calma.
- Esa foto me la hizo Felipe hará unos cuatro meses. Fuimos a la pradera que hay junto al monte Profial. Pasamos allí el día paseando y hablando de todo un poco. Esta hecha después de merendar. Llevó unos bocadillos de tortilla de patata que realmente eran horribles. Felipe no tenía ni idea de cocinar –apartó la mirada de la fotografía y pasó a observar la librería ostentosa, repitió la retirada del pelo tras su oreja–. Sólo pude comerme la mitad. Cuando estaba a punto de reconocer que aquel bocadillo no se podía comer, él me dijo que cerrara los ojos. Cuando me dejó abrirlos de nuevo me enseñó un anillo muy bonito y me preguntó si quería casarme con él.

Noté cómo los ojos Beatriz comenzaban a inundarse. Sus pupilas verdes alcanzaron entonces una perfección absoluta. Dominaban su cara con una superioridad insultante. Se notaba que realmente sentía lo que decía. Efectivamente, no fingía en aquella fotografía. El salón volvió a quedarse en silencio. Incluso tuve la percepción de que entonces era más grande de lo que había calculado en un principio. Ella bebió un trago largo de su copa. Por su gesto creo que no lo disfrutó.
- ¿Qué le respondiste? –dije, solté mi mano derecha del vaso y saqué un paquete de cigarrillos que llevaba en el bolsillo de la camisa.
- Preferiría que no fumaras aquí. A Felipe no le gustaba.
- Felipe ya no está –ataqué con dureza antes de llevarme un cigarro a la boca y prenderlo con un mechero.
- Le dije que sí… –dejó flotando en aquel ambiente ya irrespirable.

Volvió a perder la mirada en la librería. La tenía justo enfrente.
- Antes de que llegara aquel momento –bebió otro sorbo largo y pausado de su copa–, yo me había preguntado muchas veces por qué estaba con él. En el fondo no sabía muy bien si lo quería o no. Quería creer que sí, pero no lo sabía al cien por cien. Al fin y al cabo sólo había tenido un novio antes que él: Rodrigo. Y entonces tenía catorce años…
- ¿Qué vas a hacer con tanto dinero?

Beatriz se extrañó. Dirigió rápidamente sus ojos hacia los míos mostrando muy claro que no aceptaba con agrado el cambio de rumbo de la conversación.
- No quiero ser maleducada, pero considero que eso a ti no te importa en absoluto –cruzó las piernas apoyando una rodilla sobre la otra como queriendo afianzar la seguridad de su respuesta–. ¿A qué ha venido eso?
- No lo sé. Me enteré por el periódico que te han nombrado heredera única y simplemente…
- ¿Necesitas dinero? –me interrumpió con un grito sostenido.
- No.
- ¿Entonces?
- Entonces, ¿qué? –traté de defenderme. Y confundirla.
- ¿Entonces qué narices haces aquí? ¿Qué pasa contigo? –apoyó el vaso en la mesa y se levantó con agilidad para seguir pidiéndome explicaciones con plena libertad para bracear a su antojo–. ¿Qué es lo que quieres? Vamos, dímelo. Hace seis años que no sé nada de ti, que no te veo, que no te siento cerca y ahora apareces de repente para preguntarme que qué voy a hacer con el dinero. Te diré una cosa: aborrezco ese dinero. Aborrezco que mi foto salga en la portada del periódico con ese dinero en la mano. Aborrezco que la gente me mire mal por la calle, que siempre tenga que oír la palabra cazafortunas en cada murmullo que hay a mi alrededor.

Hizo una leve pausa. Puso los brazos en jarras, apoyados sobre su cintura. Fue apenas un segundo, luego los dejó caer y un instante después los elevó para llevar su pelo detrás de sus orejas, esta vez a ambos lados. Izquierda y derecha.
- ¿Qué es lo que quieres? Dímelo –moderó su tono a pesar de seguir en pié, ya no gritaba–. ¿Por qué apareces justo en este momento? ¿Por qué no me llamaste antes, cuando murió mi madre o cuando Felipe se fue a estudiar al extranjero durante un año? ¿Por qué vienes como si no hubiera pasado nada entre nosotros, como si fuéramos sólo dos viejos amigos? –comenzó a dejar escapar lágrimas–. Ya no te necesito, ¿sabes? Quizá antes sí, pero ahora todo ha cambiado. No entras en mis planes. Me iba a casar dentro de medio año, ¿sabes? Si era eso lo que venías buscando, ya lo sabes. Sí, me iba a casar con Felipe Ontal, ese chico al que tanto odiabas. Ése que me dio todo su cariño cuando decidiste hacerte el gallito y tirar todo por la borda.
- No quise tirar todo por la borda.
- Pues lo hiciste…

Tras demolerme por completo, cogió su vaso y apuró el líquido en dos sorbos rápidos y continuados. Acto seguido volvió a desaparecer por la misma puerta de la primera vez y se escuchó un portazo. Me sentí solo, absolutamente solo en una habitación extraña por completo para mí. No me apetecía fumar más. Apagué el cigarrillo en un cenicero y apoyé mis codos sobre las rodillas. Me agaché y sostuve la cabeza con las palmas de las manos. Miré al suelo. Todo estaba limpio y brillaba. Casi me pareció excesivo. No pensaba en nada, simplemente dejé correr los segundos. Ya no tenía ganas de decidir. Definitivamente no había sido una buena idea acudir a casa de Beatriz Fingar. Una vez que comprendí mi error, levanté la cabeza, apuré la copa de un trago y me levanté. Afronté de nuevo el amplio pasillo de la entrada y salí a la calle.
- Rodrigo, ¿en qué estabas pensando para venir aquí?

Ella acababa de abrir la puerta. Intuí que no podría resistir una despedida sin más. Al menos me lo pareció.
- Sólo quería ver si eras feliz. Si hay más razones, supongo que las desconozco –contesté mirando a ninguna parte después de darme la vuelta.
- ¿Y tú que crees?
- Creo que lo fuiste, pero no ahora. Al menos esa impresión me llevo –ofrecí como respuesta con un todo de voz debilitado–. Lo imaginé diferente. En la foto del periódico parecías repleta de satisfacción…
- No creas lo que ves en los periódicos, siempre mienten. Al final, las cosas no son realmente como las cuentan, son de otra manera que seguramente a nadie le interesa.
- Será así… –me resigné.
- Perdóname por la escena –se excusó con la mirada perdida en el suelo.
- Supongo que vine a buscar pelea.

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Relato dibujado una de esas noches en las que no se tienen ganas de nada. De por qué lo pego aquí y no en mi Esquina Redonda ya no puedo darles una explicación convincente...

3 comentarios:

María Ángeles Pérez Bescós dijo...

Pues para no tener ganas de nada, bastante bien.
¿Cómo andamos?

Unknown dijo...

Pues últimamente no pasa nada demasiado interesante pormi vida, pero la verdad es que no me puedo quejar. Hago todo lo posible para pasarlo bien. Por cierto, te voy a nombrar comentarista oficial de Imaginia visto lo visto...

María Ángeles Pérez Bescós dijo...

Es el paro. Demasiado internet...

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