viernes, 21 de octubre de 2011

La mirada de la gente que conspira



Los tres lucen boinas negras, chaquetas del mismo color con emblemas en manga y pechera y guantes negros. Sus caras aparecen, como tantas otras veces antes, cubiertas por una tela blanca con dos agujeros que apenas insinúan un poco la mirada de la gente que conspira. La puesta en escena se completa con un fondo azul con una pancarta en el centro algo arrugada por sus bordes, mientras tres banderas adornan la estampa, una a la izquierda y dos a la derecha. Contemplar fijamente esa escena durante 20 o 30 segundos genera cierta inseguridad. ¿Quién se esconde tras esas capuchas? Y, más aún, ¿qué gestos e intenciones esconden esas capuchas? Los tres son como ese niño de las películas de terror que sin mover un músculo consigue que te cagues de miedo. No hacen nada, pero asustan.


En realidad, el enfrentamiento histórico con los indeseables se basa en un axioma simple: el miedo que genera el ser consciente de que ellos tienen una pistola y tú no. Y que no les importará usarla llegado el momento. Ni usted ni yo podemos ser del todo conscientes del significado de esta guerra antagónica, de su desarrollo en el día a día en cada calle del País Vasco o Navarra ni de la importancia o no de la declaración de la banda anunciando “el cese definitivo de su actividad armada”. A la mayoría de nosotros todo eso no queda lejos, porque hablamos de un asunto que va más allá de los coches bomba y los disparos por la espalda. Asuntos que, por otra parte, no hay que tomar como un asunto menor, ni mucho menos.
La magnitud es mucho mayor. No soy un experto en la materia, pero cuatro años de vida en Pamplona y visitas a ciertos lugares del País Vasco me han permitido formar una idea algo más profunda. La vida en Pamplona no es complicada ni peligrosa. Basta con evitar algunas calles y lugares para disfrutar de una ciudad agradable y de gentes amables. Llegué allí en 1999 y nunca entendí que en los carteles de sus calles, las señales de tráfico y todas las señales indicadoras en general compartieran espacio el castellano y el euskera. Me parecía una pérdida de identidad sublime, Navarra no es el País Vasco. De hecho discutí el asunto en diversas ocasiones con amigos navarros y nunca llegue a sacar una conclusión en claro: era así y así iba a seguir siendo.

Durante mis primeros años en Pamplona jamás tuve sensación de inseguridad ni miedo. Todo cambió el 23 de mayo de 2002. Acabábamos de entregar el proyecto final de Tecnología de Información y una amiga se disponía a llevarnos en coche a casa. Nada más iniciar el camino, alrededor de las nueve de la noche, el coche se sacudió a la vez que se escuchaba un fuerte ruido. Pensamos que otro coche nos había alcanzado por detrás, pero al girar nuestras cabezas vimos volando no muy lejos dos objetos. Parecían ser el capó y el motor de un vehículo. Un coche bomba acababa de hacer explosión en la parte de atrás del Edificio Central, a no mucha distancia de donde estábamos. Tras la deflagración vino el caos. Dos coches que pasaban cerca nuestro pusieron una sirena en su techo y salieron disparados hacia el lugar de la explosión, un hombre que parecía esperar a alguien sacó un walkie-talkie para comunicarse con el resto de miembros del operativo, más de una decena de estudiantes y caminantes de la zona echaron a correr hacia la calle Iturrama por debajo del puente sin mirar atrás, algunos pocos bajaban corriendo con lágrimas en las mejillas y cara de angustia con la intención de ir a buscar a algún amigo o conocido o vaya usted a saber. Nosotros bajamos del coche y observamos todo aquel caos mientras una enorme columna de humo negro ascendía sin descanso ayudando a acrecentar el pánico. Las consecuencias fueron menos de las previstas en aquel descontrol: una llamada había avisado minutos antes y la policía pudo desalojar la zona para evitar que hubiera víctimas. La parte trasera del Edificio Central sufrió algunos desperfectos; Faustino, la cafetería del edificio que se ubicaba junto a esa pared sufrió algunos desperfectos; y la furgoneta del regente del Faustino, aparcada junto al coche explosivo, quedó destruida. Nada más afortunadamente.

Aquel instante cambió todo, desde entonces siempre tuve en la cabeza que aquello podría volver a suceder en el momento más inesperado en cualquier lugar. Uno nunca es consciente de lo que significa el terrorismo hasta que lo ve con sus propios ojos. Hasta entonces, queda demasiado lejos como para que te preocupe. Luego además, existen otros detalles. En Pamplona, decía, no existe ningún problema mientras evites ciertas calles y lugares. Pese a ello, suceden situaciones incómodas. Más de una vez entré a comprar tabaco a bares digamos fuera del circuito habitual y resultó extraño. La concurrencia calla desde que entras hasta que sales a no ser que alguien suelte alguna frase hecha para matar la espera. En todo ese camino a la máquina de tabaco y vuelta a la puerta de salida, nadie te quita los ojos de encima. Su mirada no es una mirada normal. Es la mirada de la gente que conspira. Desconfían y aunque sólo sea con la actitud te rechazan. Esa situación la viví tres o cuatro veces, y esa misma sensación la he vivido tiempo después unas cuantas veces más paseando por las calles de Getxo, por las calles estrechas del centro de Zarautz o dando una vuelta por Mondragón una vez que fui a ver a un amigo que trabajó allí un tiempo.

Mondragón representa un caso extremo, ya que es uno de los feudos más arraigados del nacionalismo vasco, pero en cierta medida el País Vasco vive sumergido en una confrontación entre los que están con ETA y los que no. Éstos últimos no pueden levantar la voz, todo el mundo se conoce y ello podría meterlos en problemas que no necesariamente tienen que ver con las pistolas o la violencia. Ese es el resultado extremo, pero existen otras muchas formas de represión. Esos pueblos no son pueblos normales. La gente no saluda y sonríe cuando se cruza con un desconocido por la calle. Unas veces se paran, otras no, pero siempre te miran con esa mirada de la gente que conspira. Y la gente que conspira, en ocasiones, no sólo se queda ahí. Es algo así como ‘tú piensas de un modo y yo de otro, pero será mejor que hagamos las cosas a mí manera’.

No soy gran fan del programa Salvados, presentado por ese que se hace llamar el Follonero. Sin embargo, el pasado fin de semana dejó a un lado la gracia fácil y el vacile para entrar de lleno en el conflicto vasco. En el programa, ciertamente recomendable, se explicaba entre otras muchas cosas que el vecino de enfrente puede ser el que informe sobre tus movimientos si no compartes ideología con aquellos que portan capucha. Conocí un incidente bajo ese modus operandi, no en esos pueblos divididos, sino en Pamplona. Un amigo recibió un día en el piso de alquiler en el que vivía una carta con el sello de ETA en la que, tras especificar nombre y DNI de todos los allí residentes, se les instaba a pagar una cierta cantidad de dinero, no pequeña precisamente. Aquel piso no recibía excesivas visitas, así que todo apuntaba a la mujer de la limpieza. El padre de mi amigo, hombre de posibles, viajó de inmediato y tuvo una larga y supongo que agitada conversación con aquella señora. Ella nunca más volvió a trabajar allí y nunca más llegaron cartas, lo cual dejó despejada del todo la duda sobre la autoría del chivatazo.

Todas estas vivencias no explican las razones ni el fondo de este eterno problema, pero sí que sirven para poder entender en líneas generales un conflicto que a la mayoría de nosotros se nos escapa en cuanto a ampitud.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Artículo de Diez!
By Jorge Antón

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