Los tres lucen boinas negras, chaquetas del mismo color con
emblemas en manga y pechera y guantes negros. Sus caras aparecen, como tantas
otras veces antes, cubiertas por una tela blanca con dos agujeros que apenas
insinúan un poco la mirada de la gente que conspira. La puesta en escena se
completa con un fondo azul con una pancarta en el centro algo arrugada por sus
bordes, mientras tres banderas adornan la estampa, una a la izquierda y dos a
la derecha. Contemplar fijamente esa escena durante 20 o 30 segundos genera
cierta inseguridad. ¿Quién se esconde tras esas capuchas? Y, más aún, ¿qué gestos
e intenciones esconden esas capuchas? Los tres son como ese niño de las
películas de terror que sin mover un músculo consigue que te cagues de miedo.
No hacen nada, pero asustan.
En realidad, el enfrentamiento histórico con los indeseables
se basa en un axioma simple: el miedo que genera el ser consciente de que ellos
tienen una pistola y tú no. Y que no les importará usarla llegado el momento. Ni
usted ni yo podemos ser del todo conscientes del significado de esta guerra
antagónica, de su desarrollo en el día a día en cada calle del País Vasco o
Navarra ni de la importancia o no de la declaración de la banda anunciando “el
cese definitivo de su actividad armada”. A la mayoría de nosotros todo eso no
queda lejos, porque hablamos de un asunto que va más allá de los coches bomba y
los disparos por la espalda. Asuntos que, por otra parte, no hay que tomar como
un asunto menor, ni mucho menos.
La magnitud es mucho mayor. No soy un experto en la materia,
pero cuatro años de vida en Pamplona y visitas a ciertos lugares del País Vasco
me han permitido formar una idea algo más profunda. La vida en Pamplona no es
complicada ni peligrosa. Basta con evitar algunas calles y lugares para
disfrutar de una ciudad agradable y de gentes amables. Llegué allí en 1999 y nunca
entendí que en los carteles de sus calles, las señales de tráfico y todas las
señales indicadoras en general compartieran espacio el castellano y el euskera.
Me parecía una pérdida de identidad sublime, Navarra no es el País Vasco. De
hecho discutí el asunto en diversas ocasiones con amigos navarros y nunca llegue
a sacar una conclusión en claro: era así y así iba a seguir siendo.
Durante mis primeros años en Pamplona jamás tuve sensación
de inseguridad ni miedo. Todo cambió el 23 de mayo de 2002. Acabábamos de
entregar el proyecto final de Tecnología de Información y una amiga se disponía
a llevarnos en coche a casa. Nada más iniciar el camino, alrededor de las nueve
de la noche, el coche se sacudió a la vez que se escuchaba un fuerte ruido.
Pensamos que otro coche nos había alcanzado por detrás, pero al girar nuestras
cabezas vimos volando no muy lejos dos objetos. Parecían ser el capó y el motor
de un vehículo. Un coche bomba acababa de hacer explosión en la parte de atrás
del Edificio Central, a no mucha distancia de donde estábamos. Tras la
deflagración vino el caos. Dos coches que pasaban cerca nuestro pusieron una
sirena en su techo y salieron disparados hacia el lugar de la explosión, un
hombre que parecía esperar a alguien sacó un walkie-talkie para comunicarse con
el resto de miembros del operativo, más de una decena de estudiantes y
caminantes de la zona echaron a correr hacia la calle Iturrama por debajo del
puente sin mirar atrás, algunos pocos bajaban corriendo con lágrimas en las
mejillas y cara de angustia con la intención de ir a buscar a algún amigo o
conocido o vaya usted a saber. Nosotros bajamos del coche y observamos todo
aquel caos mientras una enorme columna de humo negro ascendía sin descanso ayudando
a acrecentar el pánico. Las consecuencias fueron menos de las previstas en
aquel descontrol: una llamada había avisado minutos antes y la policía pudo
desalojar la zona para evitar que hubiera víctimas. La parte trasera del
Edificio Central sufrió algunos desperfectos; Faustino, la cafetería del
edificio que se ubicaba junto a esa pared sufrió algunos desperfectos; y la
furgoneta del regente del Faustino, aparcada junto al coche explosivo, quedó
destruida. Nada más afortunadamente.
Aquel instante cambió todo, desde entonces siempre tuve en
la cabeza que aquello podría volver a suceder en el momento más inesperado en
cualquier lugar. Uno nunca es consciente de lo que significa el terrorismo
hasta que lo ve con sus propios ojos. Hasta entonces, queda demasiado lejos
como para que te preocupe. Luego además, existen otros detalles. En Pamplona,
decía, no existe ningún problema mientras evites ciertas calles y lugares. Pese
a ello, suceden situaciones incómodas. Más de una vez entré a comprar tabaco a
bares digamos fuera del circuito habitual y resultó extraño. La concurrencia
calla desde que entras hasta que sales a no ser que alguien suelte alguna frase
hecha para matar la espera. En todo ese camino a la máquina de tabaco y vuelta
a la puerta de salida, nadie te quita los ojos de encima. Su mirada no es una
mirada normal. Es la mirada de la gente que conspira. Desconfían y aunque sólo
sea con la actitud te rechazan. Esa situación la viví tres o cuatro veces, y
esa misma sensación la he vivido tiempo después unas cuantas veces más paseando
por las calles de Getxo, por las calles estrechas del centro de Zarautz o dando
una vuelta por Mondragón una vez que fui a ver a un amigo que trabajó allí un
tiempo.
Mondragón representa un caso extremo, ya que es uno de los
feudos más arraigados del nacionalismo vasco, pero en cierta medida el País
Vasco vive sumergido en una confrontación entre los que están con ETA y los que
no. Éstos últimos no pueden levantar la voz, todo el mundo se conoce y ello
podría meterlos en problemas que no necesariamente tienen que ver con las
pistolas o la violencia. Ese es el resultado extremo, pero existen otras muchas
formas de represión. Esos pueblos no son pueblos normales. La gente no saluda y
sonríe cuando se cruza con un desconocido por la calle. Unas veces se paran,
otras no, pero siempre te miran con esa mirada de la gente que conspira. Y la
gente que conspira, en ocasiones, no sólo se queda ahí. Es algo así como ‘tú
piensas de un modo y yo de otro, pero será mejor que hagamos las cosas a mí
manera’.
No soy gran fan del programa Salvados, presentado por ese
que se hace llamar el Follonero. Sin embargo, el pasado fin de semana dejó a un
lado la gracia fácil y el vacile para entrar de lleno en el conflicto vasco. En el programa, ciertamente recomendable, se explicaba entre otras muchas cosas que
el vecino de enfrente puede ser el que informe sobre tus movimientos si no
compartes ideología con aquellos que portan capucha. Conocí un incidente bajo
ese modus operandi, no en esos pueblos divididos, sino en Pamplona. Un amigo recibió
un día en el piso de alquiler en el que vivía una carta con el sello de ETA en
la que, tras especificar nombre y DNI de todos los allí residentes, se les instaba
a pagar una cierta cantidad de dinero, no pequeña precisamente. Aquel piso no recibía
excesivas visitas, así que todo apuntaba a la mujer de la limpieza. El padre de
mi amigo, hombre de posibles, viajó de inmediato y tuvo una larga y supongo que
agitada conversación con aquella señora. Ella nunca más volvió a trabajar allí
y nunca más llegaron cartas, lo cual dejó despejada del todo la duda sobre la
autoría del chivatazo.
Todas estas vivencias no explican las razones ni el fondo de
este eterno problema, pero sí que sirven para poder entender en líneas
generales un conflicto que a la mayoría de nosotros se nos escapa en cuanto a
ampitud.
1 comentario:
Artículo de Diez!
By Jorge Antón
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